sábado, 19 de febrero de 2011

Momentos perdidos (a Teo Izquierdo)




Las rosas lloran marchitas
por tu alma, escondida
entre los versos de un poema
o entre las hojas de los libros
con los que tanto disfrutabas.

Intento no perder,
en el negro océano de mi memoria,
los recuerdos dispersos de la niñez
y de un pasado que seguro tuvimos.

No quiero sufrir
por los momentos no encontrados
ni por las vivencias prestadas.

No quiero acordarme
de los consejos no dados
ni de los minutos perdidos.

Las rosas lloran marchitas,
porque saben,
que esta primavera
tampoco florecerá
tu sonrisa,
y las páginas en blanco
de un periodo
demasiado grande de mi vida,
quedarán viudas de palabras
que jamás podrán ser escritas.

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© Se permite el uso personal de los textos, datos e informaciones contenidos en estas páginas. Se exige, sin embargo, permiso de los autores para publicarlas en cualquier soporte o para utilizarlas, distribuirlas o incluirlas en otros contextos accesibles a terceras personas.

© 2011– texto y fotografía.- José Ignacio Izquierdo Gallardo






Encuentro
























“Lo que voy a contar no puedo decir que por no pensado, no fuera deseado. Sé que aquello cambió una parte importante del devenir de mi futuro. Pero hubo algo más. Hubo mucho más”


Fue un encuentro casual, como casual fue que me hallara de viaje de trabajo en aquella ciudad, en aquella terraza, en aquel hotel. No puedo explicar con palabras las sensaciones que sentí al ver a Sofía ante de mi mesa. Ese brillo en los ojos, esa sonrisa que tan bien recordaba. Habían pasado más de veinte años desde la última vez que la vi; desde la última vez que la desee. Aquel lejano día ella iba vestida de “blanco” y su vida tomaba un camino que se alejaba para siempre del mío.

Su vestido de seda negra dejaba adivinar su escultural figura. Tenía la sensación de que nada había cambiado, que el tiempo para nosotros, apenas había avanzado, que todo seguía como antes, que el antes se había convertido en presente y que nuestro presente había ayudado a borrar nuestro pasado.

Se sentó junto a mí. Reímos, lloramos, bebimos y volvimos a reír. Hablamos de nuestros recuerdos, de nuestros amigos, de nuestra historia. Hablamos de nuestras vidas separadas, de nuestras familias, de nuestros trabajos y de nuestros proyectos, y también de nuestras fantasías de juventud y de nuestras promesas incumplidas. En definitiva, nos pusimos al día de todo lo acontecido en nuestros diferentes caminos. Todo parecía tan cercano y tan natural…

A los dos la vida nos había tratado relativamente bien. Sofía continuaba felizmente casada con Sergio y tenían una preciosa hija de dieciocho años. Dirigía un importante y conocido laboratorio farmacéutico, y seguía tan bella como siempre. Yo, también estaba casado y con dos hijos, que cada vez me necesitaban menos. Creé un despacho de abogado que con el tiempo se convirtió en una sociedad jurídica de gran relevancia. Eso me había otorgado una importante reputación en el sector, por lo que era reclamado para dar conferencias en gran número de países. El encuentro con Sofía fue una grata casualidad que nunca me hubiera imaginado que pudiera pasar. También fue casualidad que Paz, mi mujer, no me acompañara en aquel viaje, pero una inoportuna enfermedad familiar le impidió salir de Madrid. Era la primera vez que no estaba a mi lado en uno de mis viajes.

La noche se nos echo encima y nuestros quehaceres del día siguiente aconsejaban que nos retiráramos a descansar. Quedamos a cenar al día siguiente para seguir hablando de nuestro pasado.

“… los minutos parecían detenerse a cada instante y la noche tardó una eternidad en hacer su aparición…”

Cuando llegué al restaurante Sofía ya me estaba esperando. Su sonrisa acentuaba aún más su belleza. Tengo que reconocer que me sentí alagado y orgulloso de ser yo el destinatario de su compañía.

Durante la cena, no paramos de reírnos. La complicidad que un día tuvimos se mantenía intacta, y eso nos hacía sentir a los dos. Por un momento nos olvidamos del resto de comensales que abarrotaban aquella sala. Por un momento el reloj de la vida se paró y la gente desapareció. Por un momento solo existíamos ella y yo, nada ni nadie más. Solo ella y yo.

Ya no hubo más palabras en toda la noche. Ya no se oyeron más risas, ni se pronunciaron más recuerdos. Solo caricias y besos; solo miradas; solo silencios.

Me produce escalofríos rememorar lo que ocurrió entre aquellas sábanas. Toda una noche llena de matices y olores olvidados. Llena de piel erizada y sudorosa. Llena de pasión y de locura.

Su lengua se fundía con la mía, mientras sus manos se aferraban a mi desnudo cuerpo, mientras mis pensamientos más oscuros se perdían más allá del horizonte. Deje mis ojos abiertos intentando congelar ese momento que los dos sabíamos efímero. Sentí como sus ardientes labios derretían los míos. Los dos parecíamos resignados tras perder la batalla contra nuestras respectivas conciencias; si es que plantamos batalla; si es que tuvimos conciencia.

Por una noche juntamos nuestras existencias como si de una sola se tratara. Mis besos jugaron con su cuerpo mientras su boca lo hacía con el mío. Nos amamos intensamente, sabedores de que aquella sería la última vez que nos veríamos, sabedores de que nuestros pasos seguirían por diferentes caminos, que nunca más volverían a cruzarse.

El amanecer nos recibió entre caricias y miradas de complicidad. Dejamos que los primeros rayos de luz bañaran nuestros cuerpos mientras en silencio, y el uno junto al otro, nos quedamos dormidos a la espera de que aquel sueño, aquellas sensaciones, no desaparecieran para siempre.

El sonido del teléfono rompió aquella mágica realidad. Sofía ya no estaba a mi lado. Se había marchado tal y como llegó, en silencio, como si de un espejismo se tratara.

Las revueltas sábanas de la cama eran el testigo mudo de nuestro apasionado encuentro; las sabanas y los restos mi conciencia esparcidos por toda la habitación.

Durante el largo viaje de vuelta a casa no paré de pensar en las sensaciones vividas con Sofía. Recordé cada una de sus caricias, que removieron los cielos y los infiernos, los sentidos más ocultos y los placeres más inciertos. Tengo guardado en mi memoria el sabor de sus labios. Me estremezco al recordar como su boca me devoraba, como sus besos me calmaban, como sus manos me tocaban.

Una mezcla de sentimientos enfrentados me perseguía mientras subía las escaleras de casa. Me sentía culpable ante mi mujer, ante Sofía y ante mí mismo. Me sentía cansado por el viaje e invadido por una extraña excitación. Paz me esperaba despierta, sonriendo de forma pícara y excesivamente cariñosa. Me resultó extraño encontrarla tan ansiosa por verme, por tenerme, por sentirme. Hicimos el amor como no recordaba haberlo hecho con ella en muchos años. No sé cuando la pasión se convirtió en rutina, pero ahora reaparecía renovada. Tampoco recuerdo el tiempo que había pasado desde la última vez que note sus caricias y sus manos; sus besos, sus pechos. Yo miraba en silencio. Paz solo sonreía, miraba y callaba.

Volvieron las caricias y el deseo desaparecido. Volvieron los besos y la excitación no fingida. Otra noche también deseada, aunque desde hace tiempo no pensada.

A mañana siguiente le tocó el turno a las palabras, a las miradas, a… Algo había cambiado no solo para mí aquella semana.

- ¿Sabes a quién me encontré este fin de semana en la galería de Javier, cariño? – No te lo vas a creer. Te acuerdas de Sergio, si hombre, ese que se caso con… - ¿Cómo se llamaba tu ex?, ah, si Sofía. Pues ha venido de París y hemos cenado juntos. Sigue tan guapo y tan simpático como siempre y me dio muchos recuerdos para ti. ¡Fíjate que casualidad!, Sonia también ha estado la semana pasada en New York, como tú. Hubiera sido una gran sorpresa si os hubierais visto allí, ¿verdad?

Noté como las manos me sudaban y el corazón se aceleraba. Recordé que Sergio fue el que me presentó a Paz cuando Sofía me dejó. También recordé que había mantenido una corta relación con Paz; ¡Pero no! ¡Eso no...!

Ha pasado algún tiempo y mi relación con Paz ha dado un cambio radical. No hubo reproches ni preguntas. Solo amor renovado y deseado.

De Sofía no he vuelto a saber nada, aunque en las largas noches sigo soñando con ella, y siento como su lengua juega con la mía mientras su mano busca con avidez mi deseo y mi deseo espera con ansiedad su mano. Siento como sus besos me ahogan y como mi imaginación se deja llevar y recorre mi tiempo, su tiempo, nuestro tiempo.

En la cama, a mi lado, Paz sigue sonriendo en silencio. Una extraña excitación la acompaña en sus sueños.
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© 2009– texto y fotografía.- José Ignacio Izquierdo Gallardo







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viernes, 18 de febrero de 2011

Se me rompió algo más que el corazón...











Un vacío inmenso me dejas con tu marcha. Unos momentos difíciles de vivir, y un pasado difícil de reemplazar, y de olvidar.

Hoy al levantarme, te he buscado sin encontrarte; sin acordarme de que ayer partiste para siempre. Me he sentado frente a la mesa intentando recordar tu cuerpo. He llorado, me he sentido apesadumbrado, sin saber que hacer ni que decir.

Me queda el recuerdo. Ese recuerdo de las palabras escritas y de las caricias dadas. El recuerdo de los sentimientos compartidos, de los viajes reales o imaginarios que disfrutamos y de los instantes vividos.

Fuiste mi luz en la oscuridad, y mi guía en el camino de las ideas. Mis lágrimas de tinta se derraman por ti, que no fuiste la primera, pero sí mi mejor compañera. Que no fuiste la de mejor presencia, pero sí la mas certera.

Fuiste fiel a mis pensamientos y leal a mis sentimientos. Fuiste la “María” de mis sueños y el alma oculta de mis poemas. Me ayudaste a “buscar el Alba”, a adentrarme en mis “Reflexiones” más profundas y a saber ponerme “En la Piel de Otro”.

Hoy te doy mi último adiós. Sé que debo seguir mi camino sin ti. Meteré en mi mochila la carta con tus últimas palabras escritas, donde quedó derramada tu sangre, que durante tanto tiempo fue la mía.

Te echaré de menos, querida amiga. Echaré de menos el acariciarte con mis dedos; el contemplar tus rios de tinta azul surcando el papel, mientras dabas forma a mis vagas ideas.

PD.- Esta, tu despedida, la he escrito con “quién” ya te sustituye. Como ves, pone mucha voluntad, aunque no es lo mismo. Ya nunca será lo mismo.
Te has convertido en parte de mis pensamientos, por tí sufridos y escritos. Por eso, me quedaré con tu recuerdo, mientras tiro tu cuerpo a la papelera.
-Pilarrrrr.- ¿Con qué se quita la mancha de tinta de la mesa?.












La casa de la puerta verde




“El sonido de al sirena rasgó el silencio de aquella noche, más cercana en mi recuerdo que del olvido deseado”
 
No pude evitar mirar por la ventana para seguir el rastro dejado por el coche de bomberos. Se detuvo nada más doblar la esquina de la calle rompiendo la tranquilidad del vecindario. El guiño anaranjado de su luz se veía reflejado en los cristales de los comercios cercanos, haciendo de reclamo para los curiosos vecinos que ya a esas horas se encontraban en sus casas.

Desde mi aventajada posición pude ver como poco a poco la calle se iba poblando de hombres y mujeres que buscaban saber lo que allí estaba pasando. Mi impaciencia hizo que me vistiera con celeridad y que bajara a la calle en busca de noticias que saciaran mi curiosidad.

Aquella calle era en realidad un pequeño callejón sin salida, donde de niño pase mis ratos de ocio con los amigos del barrio. Allí robe mi primer beso, tuve mi primera pelea y me ocurrieron un sin fin de situaciones que permanecían escondidas en algún rincón de mi mente.

Doble la esquina abriéndome paso entre la gente, hasta que pude divisar el viejo portón de color verde de la casa de doña Mercedes.

¡Qué paciencia la de aquella venerable anciana! La recuerdo allí, de pie delante de la puerta, con su delantal de cuadros, su vestido negro y su moño perfectamente peripuesto y repartiendo caramelos entre todos los niños del barrio que habíamos establecido en el callejón nuestro cuartel general. Siempre amable y sonriente a pesar de los muchos balonazos que se perdieron entre sus ventanas, y de las macetas rotas que no supieron soportar el papel de improvisadas porterías de fútbol.

Sentí mucho su marcha cuando murió años atrás a consecuencia de una larga enfermedad. Todos en el barrio nos sentimos un poco huérfanos aquel día. Doña Mercedes no había tenido hijos y su marido murió muchos años antes que ella. Desde su muerte la casa había permanecido deshabitada, por lo que la presencia de bomberos y policía lleno de extrañeza a todo el vecindario.

La puerta de la casa se encontraba abierta y un agente custodiaba su entrada. Se oían fuertes golpes en su interior. Un golpe, luego otro, y así hasta que aquel sonido seco, producido por una maza, se silencio.

Varios policías y bomberos salieron a la calle. En sus caras se reflejaba el horror y en sus ojos se podía leer la palabra muerte. Alguno de ellos no podían disimular las lágrimas, otros se veían incapaces de apartar la mirada des suelo, y todos, parecían haber dado la espalda a la sin razón.

Nos desalojaron de aquella calle para dar paso a más coches de policía que iban llegando a cuenta gotas. Unos minutos después, pudimos ver como una caravana de coches fúnebres se acercaba al lugar, provocando que el nerviosismo se apoderara de todos los allí presentes.

Con la mirada nos buscamos los unos a los otros, intentando encontrar alguna explicación para lo que estábamos viviendo.

La excitación iba creciendo por momentos. Los primeros bulos empezaron a circular de un lado a otro de la calle. La imaginación se dejó llevar por la falta de noticias, y mil y una historias recorrieron todos y cada uno de los rincones del barrio, haciendo parada obligada en cada uno de los corrillos que se habían formado.

Unas horas después aparecieron los primeros ataúdes atravesando el portón de color verde de la casa de doña Mercedes. Un leve murmullo se dejó oír al ver el tamaño de las cajas de madera; y hasta el silencio permaneció callado mientras iban sacando, uno tras otro, los diminutos ataúdes de su interior.

Un grito desgarrador se escuchó detrás de donde yo me encontraba.

- ¡Son trece! ¡Son trece! – repetía una y otra vez doña María Luisa, la jubilada panadera del barrio. - ¡Son trece!, ¿Es que no os dais cuenta?

Todos la observábamos con extrañeza mientras un policía se acercaba a ella.

- Señora, tranquilícese, - dijo el agente – Por favor acompáñeme, es solo un momento.

La vimos alejarse y adentrarse en el interior del callejón. Yo no entendía nada. ¿Que es lo que quiso decir con que eran trece?

Don Tomás, otro de los ancianos del barrio encontró rápidamente la posible respuesta a nuestras peguntas. Entre lágrimas, intento hablar, pero no pudo. El dolor se adueñó de sus ojos y el horror le bloqueó su garganta.

En ese instante doña María Luisa volvía del callejón. Caminaba despacio, muy despacio, con la cabeza gacha y con sus ojos llenos de lágrimas. Sus torpes pasos se dirigieron al lugar donde don Tomás aguardaba noticias.

Por un momento sus miradas se cruzaron y ambos se abrazaron en silencio. Entre ellos ya no había nada que decir.

Los vecinos del barrio observábamos aquella escena a cierta distancia y llenos de curiosidad. A ninguno de nosotros se le había pasado por alto aquel abrazo. Todos sabíamos que las familias de los dos ancianos habían roto relaciones años atrás, y ni siquiera se saludaban si se encontraban por la calle. Pero aquel abrazo, aquel llanto…

Los bomberos y los coches fúnebres fueron abandonando poco a poco aquel sombrío lugar. Apenas quedaron algunos policías, y muchos de los vecinos ya habían retornado a sus casas.

- Son los niños, Tomás. – se había oído decir a la anciana.

- Son nuestros niños. – replicó Tomás casi sin aliento para poder hablar.

Busqué en mi memoria los recuerdos de los años de mi niñez; de los juegos en aquel callejón; de los amigos de andanzas y penurias; de los caramelos que doña Mercedes nos regalaba casi a diario.

Recordé vagamente las historias que relataban nuestros abuelos sobre niños que habían desaparecido en el barrio. Por aquel entonces me parecían cuentos de mayores, hoy sé que Arturo, el hijo mayor de don Tomás fue uno de esos niños. Como él, otros doce niños jamás volvieron a sus casas con sus familias, después de jugar en la calle. Otros doce niños fueron desapareciendo uno a uno; años tras año.

¡Que horror! Por un momento he vuelto a notar el sabor de los caramelos en mi boca, pero esta vez tenían un extraño sabor a miedo.


----------------------------------------------------------------------------------------------------------- © 2008 – texto y fotografía.- José Ignacio Izquierdo Gallardo
© Se permite el uso personal de los textos, datos e informaciones contenidos en estas páginas. Se exige, sin embargo, permiso de los autores para publicarlas en cualquier soporte o para utilizarlas, distribuirlas o incluirlas en otros contextos accesibles a terceras personas