sábado, 14 de agosto de 2010

Hoy te digo adiós





     Hoy te digo adiós por última vez. Hoy, después de tantas ausencias y presencias, de besos a escondidas, de caricias inacabadas, me tengo que despedir de ti para siempre.
     Te vas en silencio, en ese silencio que marco nuestra existencia en común. En ese silencio mantenido, ocultando nuestro amor a los que creíamos nuestros amigos, a los que sabemos nuestros amigos.
     ¡Qué equivocados estábamos! - ¿Sabes?, mientras cubríamos tu cuerpo de flores y tierra; mientras rezábamos por tu alma; mientras pedíamos por el perdón de tus pecados, me di cuenta de sus miradas, de sus sonrisas cómplices, de sus gestos de aquiescencia.
     ¡Cuánto amor en esos años, y cuantos años perdidos! No sé si de seguir con vida me hubieran mostrados sus sinceras muestras de cariño, o si por el contrario hubieran mirado hacia otro lado, como tantas veces hicieron. Y no les culpo por ello. Nunca lo hicimos. Ya no tiene sentido saberlo, ya no tiene sentido nada.
     En tu entierro estaba María, tu hermana del alma, agarrándome la mano y dejándome ocupar el lugar que siempre quisiste para mí. También estaba Julián, tu compañero, tu confesor, tu guía de tantos años... ¡Cuántos consejos no seguidos!, ¡Cuantas palabras no escuchadas! Y a pesar de ello permaneció siempre a tu lado, comprendiendo tu situación mientras miraba de soslayo el dormitorio que solo a ratos fue mío.
     Tienes que sentirte orgulloso de tu gente. Todos estaban allí para decirte hasta siempre. Todos lloraban en tu adiós, como lloraran tu ausencia. Todos me hicieron sentir importante en ese momento tan significativo. Todos me abrazaron con sus silenciosas miradas.
     Ya nuestra historia llega a su fin, y recuerdo cada segundo de nuestra vida mientras recojo la casa que tú hiciste mía.
     Notaré en falta tus caricias, que calmaban mis sufrimientos; tus abrazos, que me ofrecían la seguridad que a mí me faltaban; tus palabras, que limpiaban mi sentido de culpa. Te echaré de menos cada minuto de mi nueva vida; mientras, viviré del recuerdo de las sensaciones que me hacías sentir cuando me amabas.
     Echaré de menos el calor de tus besos, la suavidad de tu querer..., a pesar de que a veces nos hizo tanto daño. Echaré de menos tus miradas y tus risas, tus manos y tus ojos, tus palabras y tu boca.
     Meto tu ropa en cajas de cartón para donarlas a la iglesia, como tú hubieras querido. Es como enterrar en vida ese amor furtivo que nos vimos obligado a mantener oculto. Es como esconder entre las frías paredes de cartón los sentimientos que tuvimos, las palabras que nos dijimos, los besos que nos dimos. Es como borrar las huellas del camino que decidimos recorrer separadamente juntos.
     Ya todo está preparado para mi partida. Mi ropa guardada en la pequeña maleta de piel que me regalaste por si llegaba el día de mi ausencia. Los cajones vacíos, las luces apagadas,…
     Abro la puerta sin querer mirar hacia atrás para no ver lo que dejo en esta casa, a sabiendas de que lo dejo todo, a sabiendas de que sin ti, yo no soy nadie.
     Cierro los ojos intentando imaginarte atravesando el umbral de la puerta, con tu sonrisa amplia, con tus ojos brillantes y tus brazos abiertos. Me estremezco recordando cómo te quitabas la sotana, que hoy respiro intentando retener el olor de tu cuerpo, mientras me llamabas por mi nombre, mientras gritabas nuestro amor. Me ruborizo pensando las veces que te tuve dentro de mí, las veces que entre las blancas sábanas me diste tu cuerpo y tu alma, que ya no me pertenecen y que ya nunca tendré.
     No sé si tu muerte es un castigo del cielo o del infierno, pero lo acepto de buena gana a cambio de los momentos robados, de las miradas y sonrisas ocultas, de las caricias disimuladas. Sé que nuestro amor incomprendido mereció la pena. Sé que mereció la pena nuestra vida incompartida, nuestro deseo insaciable, nuestra solitaria convivencia.
     Adiós mi vida. Solo quiero que me esperes hasta mi muerte, que será el principio de nuestra libertad soñada; el inicio de una nueva vida para nosotros. Ya no necesitaremos ocultar nuestros sentimientos, nuestro amor, nuestro cielo.
     Estate atento. En algún momento saldré a tu encuentro.


© 2.008 – texto y fotografía.- José Ignacio Izquierdo Gallardo© Se permite el uso personal de los textos, datos e informaciones contenidos en estas páginas. Se exige, sin embargo, permiso de los autores para publicarlas en cualquier soporte o para utilizarlas, distribuirlas o incluirlas en otros contextos accesibles a terceras personas.



En el Lago




     Recuerdo que la encontré en el lago. Allí estaba ella, sentada en el viejo embarcadero de madera con los pies colgando como queriendo acariciar el agua con ellos. La suave brisa de la mañana dibujaba con maestría caprichosas formas en su superficie que desaparecían a golpe de viento dejando paso a otras nuevas.

     María, con la mirada perdida en el infinito no dejaba de tirar migas de pan a los peces que acudían con rapidez y se enzarzaban en una cruel batalla por conseguir el preciado tesoro.

     Parecía como si estuviera en estado de coma. Ni siquiera el crujir de la madera que acompañaba a mis pasos la despertó del letargo en el que se encontraba. Yo me quedé de pie a su lado, observando su mirada e intentando descifrar lo que pudiera haber detrás de sus ojos, y por lo que por su mente pudiera estar pasando.

     Nunca, en los días que duraron las vacaciones, interrumpí su meditar. Nunca le pregunté el por qué de ese peculiar comportamiento. Cada día al amanecer se repetía la misma historia. Apenas duraba unos minutos que a mí se me hacían eternos.

     Cuando retornaba de su, digamos, ausencia, todo volvía a la normalidad. Me miraba, me sonreía mientras se secaba las lágrimas y de nuevo hacía su aparición la María de siempre, jovial y risueña, extrovertida y activa. Era una mujer que transmitía felicidad, que se bebía el día sorbo a sorbo, que gozaba de la noche y que respiraba cada momento como si ese instante fuera el último. Le gustaba vivir el presente, su presente, nuestro presente.

     Qué situación tan extraña. Yo sin entender nada comprendía todo, sin preguntar, sabía las respuestas. Todas las mañanas sucedía lo mismo. Cuando me despertaba nunca la encontraba a mi lado en la cama. Me levantaba y la observaba a través de los cristales de la ventana. Allí, en el viejo embarcadero de madera, se encontraba sentada, con la mirada fija en el infinito, con las lágrimas recorriendo sus mejillas, con la niebla acariciando cada milímetro de su piel. Y yo, allí, de pie como cada mañana, esperando un nuevo despertar para poder vivir el día.

     Las vacaciones llegaban a su fin. Pasamos la noche haciendo el amor apasionadamente como si el tiempo se nos escapara entre los dedos de las manos, como si nuestra piel sintiera que ya no volvería a juntarse, como si nuestros besos, que ahora nos calmaban, fueran a morir en la mañana.

     Como cada día, al despertarme, encontré la cama vacía. Miré por la ventana como también hacía cada día pero…no vía a María. Salí de la casa y como si en ello me fuera la vida o la muerte, corrí hacia el embarcadero. Allí no había nadie. Ni rastro de María, ni de sus pensamientos, ni de su mirada. Y allí estaba yo, de pie, en el viejo embarcadero, en silencio, pero esta vez no esperaba a que ella se despertara de su sueño, sino a que volviera a mi vida.

¡María!, ¿Dónde estás?...

     De mi boca los gritos no salían. En mis ojos las lágrimas se marchitaban. Me ahogaba solo de pensar que ella ya no estaba allí.

Volví despacio por el camino que llevaba a la cabaña, observando cada centímetro del sendero, pero no sentía ni su presencia ni su mirada, ni olía la fragancia de su piel. Allí, a los pies de la cama me quedé sentado mirando por la ventana con la esperanza de ver a María subir por el camino.

     A las seis y media de la mañana sonó el despertador. Lo apagué en silencio y me puse a llorar.
    
     ¿Por qué me habría despertado antes de tiempo dejando que mis sueños se hicieran pedazos?
   
  ¿Acaso no tengo derecho a vivir mi realidad soñada?

     Después de una ducha rápida me fui a trabajar con la esperanza de que el día pasara deprisa y que al anochecer, la oscuridad viniera a buscarme y me cogiera entre sus brazos para sumergirme en un profundo sueño que me permitiera encontrarme con María.

     Quiero que me entendáis. Yo sé que cada mañana al amanecer, me encontraré a María en el lago,sentada en el viejo embarcadero de madera. Sé que como cada día esperaré de pie junto a ella a que regrese de su viaje, y sentir su mirada y su sonrisa, mientras enjuaga sus lágrimas antes de volver a partir.

     Solo pido que la vida no me vuelva a jugar una mala pasada. Solo quiero que la vida no de muerte a mis sueños, partiéndolos en mil pedazos. Quiero que me dé una tregua, que me deje sentarme junto a María todos y cada uno de los amaneceres de nuestra vida y de nuestra muerte.

     Solo deseo poder vivir mi realidad, dormir mis sueños y no volver a llorar ninguna mañana más.
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© 2.007 – texto y fotografía.- José Ignacio Izquierdo Gallardo© Se permite el uso personal de los textos, imágenes, datos e informaciones contenidos en estas páginas. Se exige, sin embargo, permiso de los autores para publicarlas en cualquier soporte o para utilizarlas, distribuirlas o incluirlas en otros contextos accesibles a terceras personas.