sábado, 14 de agosto de 2010

En el Lago




     Recuerdo que la encontré en el lago. Allí estaba ella, sentada en el viejo embarcadero de madera con los pies colgando como queriendo acariciar el agua con ellos. La suave brisa de la mañana dibujaba con maestría caprichosas formas en su superficie que desaparecían a golpe de viento dejando paso a otras nuevas.

     María, con la mirada perdida en el infinito no dejaba de tirar migas de pan a los peces que acudían con rapidez y se enzarzaban en una cruel batalla por conseguir el preciado tesoro.

     Parecía como si estuviera en estado de coma. Ni siquiera el crujir de la madera que acompañaba a mis pasos la despertó del letargo en el que se encontraba. Yo me quedé de pie a su lado, observando su mirada e intentando descifrar lo que pudiera haber detrás de sus ojos, y por lo que por su mente pudiera estar pasando.

     Nunca, en los días que duraron las vacaciones, interrumpí su meditar. Nunca le pregunté el por qué de ese peculiar comportamiento. Cada día al amanecer se repetía la misma historia. Apenas duraba unos minutos que a mí se me hacían eternos.

     Cuando retornaba de su, digamos, ausencia, todo volvía a la normalidad. Me miraba, me sonreía mientras se secaba las lágrimas y de nuevo hacía su aparición la María de siempre, jovial y risueña, extrovertida y activa. Era una mujer que transmitía felicidad, que se bebía el día sorbo a sorbo, que gozaba de la noche y que respiraba cada momento como si ese instante fuera el último. Le gustaba vivir el presente, su presente, nuestro presente.

     Qué situación tan extraña. Yo sin entender nada comprendía todo, sin preguntar, sabía las respuestas. Todas las mañanas sucedía lo mismo. Cuando me despertaba nunca la encontraba a mi lado en la cama. Me levantaba y la observaba a través de los cristales de la ventana. Allí, en el viejo embarcadero de madera, se encontraba sentada, con la mirada fija en el infinito, con las lágrimas recorriendo sus mejillas, con la niebla acariciando cada milímetro de su piel. Y yo, allí, de pie como cada mañana, esperando un nuevo despertar para poder vivir el día.

     Las vacaciones llegaban a su fin. Pasamos la noche haciendo el amor apasionadamente como si el tiempo se nos escapara entre los dedos de las manos, como si nuestra piel sintiera que ya no volvería a juntarse, como si nuestros besos, que ahora nos calmaban, fueran a morir en la mañana.

     Como cada día, al despertarme, encontré la cama vacía. Miré por la ventana como también hacía cada día pero…no vía a María. Salí de la casa y como si en ello me fuera la vida o la muerte, corrí hacia el embarcadero. Allí no había nadie. Ni rastro de María, ni de sus pensamientos, ni de su mirada. Y allí estaba yo, de pie, en el viejo embarcadero, en silencio, pero esta vez no esperaba a que ella se despertara de su sueño, sino a que volviera a mi vida.

¡María!, ¿Dónde estás?...

     De mi boca los gritos no salían. En mis ojos las lágrimas se marchitaban. Me ahogaba solo de pensar que ella ya no estaba allí.

Volví despacio por el camino que llevaba a la cabaña, observando cada centímetro del sendero, pero no sentía ni su presencia ni su mirada, ni olía la fragancia de su piel. Allí, a los pies de la cama me quedé sentado mirando por la ventana con la esperanza de ver a María subir por el camino.

     A las seis y media de la mañana sonó el despertador. Lo apagué en silencio y me puse a llorar.
    
     ¿Por qué me habría despertado antes de tiempo dejando que mis sueños se hicieran pedazos?
   
  ¿Acaso no tengo derecho a vivir mi realidad soñada?

     Después de una ducha rápida me fui a trabajar con la esperanza de que el día pasara deprisa y que al anochecer, la oscuridad viniera a buscarme y me cogiera entre sus brazos para sumergirme en un profundo sueño que me permitiera encontrarme con María.

     Quiero que me entendáis. Yo sé que cada mañana al amanecer, me encontraré a María en el lago,sentada en el viejo embarcadero de madera. Sé que como cada día esperaré de pie junto a ella a que regrese de su viaje, y sentir su mirada y su sonrisa, mientras enjuaga sus lágrimas antes de volver a partir.

     Solo pido que la vida no me vuelva a jugar una mala pasada. Solo quiero que la vida no de muerte a mis sueños, partiéndolos en mil pedazos. Quiero que me dé una tregua, que me deje sentarme junto a María todos y cada uno de los amaneceres de nuestra vida y de nuestra muerte.

     Solo deseo poder vivir mi realidad, dormir mis sueños y no volver a llorar ninguna mañana más.
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© 2.007 – texto y fotografía.- José Ignacio Izquierdo Gallardo© Se permite el uso personal de los textos, imágenes, datos e informaciones contenidos en estas páginas. Se exige, sin embargo, permiso de los autores para publicarlas en cualquier soporte o para utilizarlas, distribuirlas o incluirlas en otros contextos accesibles a terceras personas.

2 comentarios:

jana dijo...

Buen día, José Ignacio:

Escribió Cernuda acerca de la realidad y el deseo, pero la muerte es la única de las respuestas certeras.
Yo, como María,aguardo en el estanque. Pero, yo, como tú, quise que la vida no diera muerte a mis sueños.
Me gustaría saber qué hay alguien observándome tras los cristales, aunque sólo fuera eso, un sueño.
Me gusta tu relato.
Bxos

Anónimo dijo...

Es...es...precioso José Ignacio!
¡Vive tu realidad, sueña y no vuelvas a llorar ninguna mañana más!
Besos, Ilona