“El sonido de al sirena rasgó el silencio de aquella noche, más cercana en mi recuerdo que del olvido deseado”
No pude evitar mirar por la ventana para seguir el rastro dejado por el coche de bomberos. Se detuvo nada más doblar la esquina de la calle rompiendo la tranquilidad del vecindario. El guiño anaranjado de su luz se veía reflejado en los cristales de los comercios cercanos, haciendo de reclamo para los curiosos vecinos que ya a esas horas se encontraban en sus casas.
Desde mi aventajada posición pude ver como poco a poco la calle se iba poblando de hombres y mujeres que buscaban saber lo que allí estaba pasando. Mi impaciencia hizo que me vistiera con celeridad y que bajara a la calle en busca de noticias que saciaran mi curiosidad.
Aquella calle era en realidad un pequeño callejón sin salida, donde de niño pase mis ratos de ocio con los amigos del barrio. Allí robe mi primer beso, tuve mi primera pelea y me ocurrieron un sin fin de situaciones que permanecían escondidas en algún rincón de mi mente.
Doble la esquina abriéndome paso entre la gente, hasta que pude divisar el viejo portón de color verde de la casa de doña Mercedes.
¡Qué paciencia la de aquella venerable anciana! La recuerdo allí, de pie delante de la puerta, con su delantal de cuadros, su vestido negro y su moño perfectamente peripuesto y repartiendo caramelos entre todos los niños del barrio que habíamos establecido en el callejón nuestro cuartel general. Siempre amable y sonriente a pesar de los muchos balonazos que se perdieron entre sus ventanas, y de las macetas rotas que no supieron soportar el papel de improvisadas porterías de fútbol.
Sentí mucho su marcha cuando murió años atrás a consecuencia de una larga enfermedad. Todos en el barrio nos sentimos un poco huérfanos aquel día. Doña Mercedes no había tenido hijos y su marido murió muchos años antes que ella. Desde su muerte la casa había permanecido deshabitada, por lo que la presencia de bomberos y policía lleno de extrañeza a todo el vecindario.
La puerta de la casa se encontraba abierta y un agente custodiaba su entrada. Se oían fuertes golpes en su interior. Un golpe, luego otro, y así hasta que aquel sonido seco, producido por una maza, se silencio.
Varios policías y bomberos salieron a la calle. En sus caras se reflejaba el horror y en sus ojos se podía leer la palabra muerte. Alguno de ellos no podían disimular las lágrimas, otros se veían incapaces de apartar la mirada des suelo, y todos, parecían haber dado la espalda a la sin razón.
Nos desalojaron de aquella calle para dar paso a más coches de policía que iban llegando a cuenta gotas. Unos minutos después, pudimos ver como una caravana de coches fúnebres se acercaba al lugar, provocando que el nerviosismo se apoderara de todos los allí presentes.
Con la mirada nos buscamos los unos a los otros, intentando encontrar alguna explicación para lo que estábamos viviendo.
La excitación iba creciendo por momentos. Los primeros bulos empezaron a circular de un lado a otro de la calle. La imaginación se dejó llevar por la falta de noticias, y mil y una historias recorrieron todos y cada uno de los rincones del barrio, haciendo parada obligada en cada uno de los corrillos que se habían formado.
Unas horas después aparecieron los primeros ataúdes atravesando el portón de color verde de la casa de doña Mercedes. Un leve murmullo se dejó oír al ver el tamaño de las cajas de madera; y hasta el silencio permaneció callado mientras iban sacando, uno tras otro, los diminutos ataúdes de su interior.
Un grito desgarrador se escuchó detrás de donde yo me encontraba.
- ¡Son trece! ¡Son trece! – repetía una y otra vez doña María Luisa, la jubilada panadera del barrio. - ¡Son trece!, ¿Es que no os dais cuenta?
Todos la observábamos con extrañeza mientras un policía se acercaba a ella.
- Señora, tranquilícese, - dijo el agente – Por favor acompáñeme, es solo un momento.
La vimos alejarse y adentrarse en el interior del callejón. Yo no entendía nada. ¿Que es lo que quiso decir con que eran trece?
Don Tomás, otro de los ancianos del barrio encontró rápidamente la posible respuesta a nuestras peguntas. Entre lágrimas, intento hablar, pero no pudo. El dolor se adueñó de sus ojos y el horror le bloqueó su garganta.
En ese instante doña María Luisa volvía del callejón. Caminaba despacio, muy despacio, con la cabeza gacha y con sus ojos llenos de lágrimas. Sus torpes pasos se dirigieron al lugar donde don Tomás aguardaba noticias.
Por un momento sus miradas se cruzaron y ambos se abrazaron en silencio. Entre ellos ya no había nada que decir.
Los vecinos del barrio observábamos aquella escena a cierta distancia y llenos de curiosidad. A ninguno de nosotros se le había pasado por alto aquel abrazo. Todos sabíamos que las familias de los dos ancianos habían roto relaciones años atrás, y ni siquiera se saludaban si se encontraban por la calle. Pero aquel abrazo, aquel llanto…
Los bomberos y los coches fúnebres fueron abandonando poco a poco aquel sombrío lugar. Apenas quedaron algunos policías, y muchos de los vecinos ya habían retornado a sus casas.
- Son los niños, Tomás. – se había oído decir a la anciana.
- Son nuestros niños. – replicó Tomás casi sin aliento para poder hablar.
Busqué en mi memoria los recuerdos de los años de mi niñez; de los juegos en aquel callejón; de los amigos de andanzas y penurias; de los caramelos que doña Mercedes nos regalaba casi a diario.
Recordé vagamente las historias que relataban nuestros abuelos sobre niños que habían desaparecido en el barrio. Por aquel entonces me parecían cuentos de mayores, hoy sé que Arturo, el hijo mayor de don Tomás fue uno de esos niños. Como él, otros doce niños jamás volvieron a sus casas con sus familias, después de jugar en la calle. Otros doce niños fueron desapareciendo uno a uno; años tras año.
¡Que horror! Por un momento he vuelto a notar el sabor de los caramelos en mi boca, pero esta vez tenían un extraño sabor a miedo.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------- © 2008 – texto y fotografía.- José Ignacio Izquierdo Gallardo
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